Por Alejandro Álvarez Manilla
Murió Mario Vargas Llosa. Y con él, no sólo se fue uno de los grandes escritores del siglo XX, sino quizá el último intelectual latinoamericano que se atrevió a pensar a contracorriente sin pedir disculpas.
Ganó el Nobel de Literatura, escribió novelas imprescindibles, denunció dictaduras —de izquierda y de derecha— y se convirtió en un defensor rabioso de la democracia liberal, justo cuando la palabra “liberal” empezó a sonar casi como una ofensa.
Su vida fue una larga provocación. Fue marxista en su juventud, pero terminó abrazando un pensamiento liberal que lo enfrentó con antiguos aliados. Se lanzó a la política y perdió. Volvió a la literatura y ganó. Apoyó causas incómodas, respaldó a gobiernos impopulares, criticó sin matices y cambió de opinión cuando quiso. No por estrategia, sino por convicción.
Fue, como pocos, un pensador incómodo. A la izquierda la desesperaba su deserción; a la derecha, su independencia. Los populismos lo detestaban. Los autoritarios lo temían. Y los tibios no sabían qué hacer con él.
Hasta el último día, mantuvo una idea que hoy parece subversiva: que la democracia no puede sobrevivir sin libertad, y que la libertad incluye la de pensar distinto, la de disentir, la de incomodar.
Hoy muchos lo despiden con solemnidad, pero también con prisa. Como si quisieran que se callara de una vez. Como si al fin se libraran de su insistencia en recordar que las ideas importan más que las etiquetas.
La duda es si Vargas Llosa fue, en realidad, el último de su especie. Pero de algo no me queda duda: lo vamos a extrañar, sobre todo cuando vuelva a hacer falta alguien que diga lo que nadie quiere oír.